“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.” Lucas 23.46
Decía además: Así es el reino de Dios, como cuando un hombre echa semilla en la tierra; y duerme y se levanta, de noche y de día, y la semilla brota y crece sin que él sepa cómo. Porque de suyo lleva fruto la tierra, primero hierba, luego espiga, después grano lleno en la espiga; y cuando el fruto está maduro, en seguida se mete la hoz, porque la siega ha llegado. (Marcos 4.26-29)
Si le preguntas a cualquier agricultor cómo pudo producir su cultivo, seguramente te dirá acerca de calendarios para arar, sembrar, regar y fertilizar, y también de todo el trabajo y los recursos que se necesitaron para controlar y prevenir plagas y enfermedades. La verdad es que la única tarea de los agricultores es plantar la semilla y en lo que depende de ellos crear un ambiente apropiado para el crecimiento, lo que nunca es fácil. El verdadero crecimiento de la semilla para que se convierta en una planta lista para la cosecha depende completamente de Dios.
La misma verdad aplica para el Reino de Dios. No cargamos sobre nuestros hombros el peso del crecimiento del Reino de Dios, pero ciertamente estamos invitados a tomar parte en el trabajo del reino. En el libro La iglesia subterránea, Brian Sanders escribe, “Igual al trabajo original de la iglesia que empezó en Pentecostés, nuestra obediencia sólo se hace posible por el trabajo del Espíritu Santo. Nada debe ser plantado o iniciado si no es inspirado y confirmado por la voz y la voluntad de Dios.” Si estamos abiertos a la voz del Espíritu Santo y le seguimos por donde Él nos guía, podemos confiar que Dios será glorificado. Cuando dependemos de Dios, los resultados no son nuestra responsabilidad sino la de Él. Esto, por supuesto, significa que deberemos escuchar su voz. Aparta tiempo en los siguientes días y dedícate a escuchar lo que Dios te quiere decir.